Hay frases que se escuchan mucho en el consultorio. “Yo sé que no tengo nada, que no estoy enfermo, que mi vida dentro de todo va bien... pero aún así, siento que me cuesta todo”, es de las que me quedaron resonando este último tiempo. La dijo un paciente adolescente, pero podría haberla dicho alguien de 20, 30 o 50 años.
Habla de algo que a veces no se ve, pero se siente cada día. No hay un diagnóstico “grave”, no hay internaciones, no hay crisis evidentes. Desde afuera parece que todo está bien. Tenés trabajo, amigos, te vas de vacaciones, no estás tirado en un sillón llorando todo el día, ni hay algún exámen de laboratorio que muestre algo raro, por lo cual no es viable que puedas sentirte mal, no estás habilitado a eso. Pero por dentro, todo cuesta. Levantarse cuesta. Organizarse, decidir, sostener una rutina, cuesta. Sentirse bien con uno mismo, cuesta. Y eso agota.
Muchas personas llegan a la consulta con esta sensación: no saben si lo que les pasa “alcanza” para pedir ayuda, no se sabe bien cuál es la ayuda necesaria, pero sí sienten que algo no anda bien. Lo invisible, lo que no se puede mostrar en un análisis de laboratorio o en una imágen de un tomógrafo o un resonador, también pesa. Y mucho.
En el consultorio trabajamos para intentar entender justamente eso que cuesta poner en palabras. Porque pedir ayuda no es un lujo reservado para “casos extremos”. A veces, es la mejor manera de empezar a vivir de otra forma, más liviana, más conectada, más propia.
Si este mensaje te resuena, no dudes en dar el primer paso. Estoy para acompañarte en el proceso.